I.E.D Julio César Sánchez -Anapoima- Humanidades
Sitio dedicado a los estudiantes del Julio César Sánchez y a todos aquellos que gusten de la literatura y del lenguaje.
lunes, 25 de junio de 2012
miércoles, 2 de febrero de 2011
Quiero ayuda para entender los temas vistos
Para enviar comentarios, sugerencias y/o trabajos académicos utilice el siguiente correo: miguel.mendez@aprende.cundinamarca.edu.co.
lunes, 13 de diciembre de 2010
Nivelaciones 2010 (Marzo 17 de 2011) ÚLTIMA OPORTUNIDAD
Busque su temario de actividades de Nivelación, navegando por las pestañas de la parte superior.
Entregue la carta de solicitud de la nivelación, dirigida al Coordinador Académ ico con copia para el docente. Antes del 10 de marzo de 2011
Deberá traer: boletín final 2010, formato con la firma del acudiente y todos los trabajos escritos que se le indiquen, cumpliendo normas ICONTEC.
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viernes, 18 de junio de 2010
El Quijote de la Mancha
Diviértase un poco con El Quijote interactivo y valiosa información acerca de su entorno... clic aqui
Entienda fácilmente el argumento de El Quijote, de clic aquí.
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miércoles, 17 de marzo de 2010
MIO CID ejercicio
Cantar de Mio Çid Pásenlo a español actual y elaboren un glosario con las palabras resaltadas. Quando hoy nos partimos, en vida nos faz juntar. La oraçion fecha la misa acabada la han, Salieron de la eglesia ya quieren cabalgar; El Çid a doña Ximena ibala abraçar, Doña Ximena al Çid la mano le va besar, llorando de los ojos que no sabe que se far; Y el a las niñas tornolas a catar. A dios vos acomiendo, fijas, y a la mugier y al padre espirital; Agora nos partimos, Dios sabe el ajuntar. Llorando de los ojos que no viestes atal, Asi se parten unos d’otros como la uña de la carne. Mio Çid con los sus vasallos penso de cabalgar, a todos esperando la cabeça tornando va. A tan grande sabor fablo Minaya Alvar Fañez. Çid, ¿do son vuestros esfuerços ? ¡En buen hora nasquiestes de madre ! | |
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viernes, 19 de febrero de 2010
Grado Undécimo: Superestructura y macroestructura textual
La inmolación por la belleza
El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo –como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.
Marco Denevi (Tomado de http://elcajondesastre.blogcindario.com)
Actividades:
1- Aplique la superestuctura a este cuento.
2- Aplique la macroestructura.
3- De cuenta de las dimensiones comunicativas del texto.
Ayúdese con éste vínculo: http://www.literatura.org/Denevi/Denevi.html
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martes, 20 de octubre de 2009
Grado Noveno
Aquí está un fragmento del cuento de Julio Cortázar
Leanlo, dejen un mensaje al final de esta página, con su nombre completo y resuelvan la actividadEl perseguidor
Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias; la ventana da a un patio casi negro, y a la una de la tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse la cara. No hace frío, pero he encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está envejecida, y el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el trabajo, para las luces de la escena; en esa pieza del hotel se convierte en una especie de coágulo repugnante.
–El compañero Bruno es fiel como el mal aliento –ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero que
se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
–Hace rato que no nos veíamos –le he dicho a Johnny–. Un mes por lo menos.
–Tú no haces más que contar el tiempo –me ha contestado de mal humor–. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.
–¿Pero cómo has podido perderlo? –le he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar a Johnny.
–En el métro –ha dicho Johnny–. Para mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
–Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel –ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca–. Y yo tuve que salir como una loca a avisar a los del métro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.
–Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún sonido –ha ,dicho–. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.
–¿Y no puedes conseguir otro?
–Es lo que estamos averiguando –ha dicho Dédée–. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny...
–El contrato –ha remedado Johnny–. Qué es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar uno, y los muchachos están igual que yo. Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.
–¿Cuándo empiezas, Johnny?
–No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
–No, pasado mañana.
–Todo el mundo sabe las fechas menos yo –rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada–. Hubiera jurado que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.
–Lo mismo da –ha dicho Dédée–. La cuestión es que no tienes saxo.
–¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.
–Ya va a hervir el agua, espera un poco.
–No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa desde que lo conozco.
He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: "Esto lo estoy tocando mañana", y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: "Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana", y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo.
–Creo que llamaré al doctor Bernard –ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos–. Tienes fiebre, y no comes nada.
–El doctor Bernard es un triste idiota –ha dicho Johnny, lamiendo su vaso–. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.
–De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas –he dicho, mirando de reojo a Dédée–. Si quieres yo telefonearé al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato... Si empiezas pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos... La cuestión es que vas a tener que andar con más cuidado, Johnny.
–Hoy no –ha dicho Johnny mirando el frasco de ron–. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo... Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco a poco.
–He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil... Yo creo que la música ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. –Se golpea la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
–No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.
–Te va a subir la fiebre –ha rezongado Dédée desde el fondo de la pieza.
–Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.
–Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar el saxo.
En mi casa había siempre un lío de todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los golpes. Yo tenia trece años... pero ya has oído todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.
–Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo.
Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros, por decirlo así.
Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro músico. "Esto lo, estoy
tocando mañana" se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre
está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo con las
primeras notas de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo... Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las
manos hacen un dibujo en el aire.
–Bruno, si un día lo pudieras escribir... No por mí, entiendes, a mí qué me importa.
Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae... Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir asi.
No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mi no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas con esa–música–del–diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
–Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso.
Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro.
–Cuándo viajas en el métro.
–Eh, sí, ahí está la cosa –ha dicho socarronamente Johnny–. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija.
A lo mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor... Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.
–Mejor es no confundir las cosas –dice después de un rato–. Lo perdí y se acabó.
Pero el métro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que parecen duras tienen una elasticidad... Piensa, concentrándose.
–...una elasticidad retardada –agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.
–¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar pasado mañana, Bruno?
–Sí, pero tendrás que tener cuidado.
–Claro, tendré que tener cuidado.
–Un contrato de un mes –explica la pobre Dédée–. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Podríamos arreglarnos tan bien.
–Un contrato de un mes –remeda Johnny con grandes gestos–. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be–bata–bop bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.
–Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe hacer el amor como... –junta los dedos a la italiana–. Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a Nueva York, Bruno.
–¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu
vida misma. Aquí me parece que tienes más amigos.
–Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club... ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
–No.
–Bueno, es algo que... Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé... Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy bonita, y entonces... Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.
–Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
–Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación de Saint–Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que ví no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello... No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos...
–Johnny –ha dicho Dédée desde su rincón.
–Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?
–No sé, pongamos unos dos minutos.
–Pongamos unos dos minutos –remeda Johnny–. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba.
Save it, pretty mamma y yo escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos... Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
–Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora –le he dicho, riéndome.
–Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el métro se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en Saint–Germain–des–Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
–Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa –ha dicho rencorosamente Johnny–. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean.
Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno?
¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita –agrega como un chico que se excusa–. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero –agrega astutamente– sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando...
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.
–Bruno si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia... Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza.
Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar –ésa u otra parecida–, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón mugriento.
–Empieza a hacer calor –ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.
–Tápate –ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
–Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.
–Me pregunto de dónde habrá sacado la droga –he dicho, mirándola en los ojos.
–No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá...
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?
–Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca delante del público. Yo creí... pero ya ve, ahora es peor que nunca.
–El compañero Bruno es fiel como el mal aliento –ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención distraída, como un gato que mira fijo pero que
se ve que está por completo en otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz. En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor. Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
–Hace rato que no nos veíamos –le he dicho a Johnny–. Un mes por lo menos.
–Tú no haces más que contar el tiempo –me ha contestado de mal humor–. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa? Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.
–¿Pero cómo has podido perderlo? –le he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le puede preguntar a Johnny.
–En el métro –ha dicho Johnny–. Para mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
–Se dio cuenta cuando estaba subiendo la escalera del hotel –ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca–. Y yo tuve que salir como una loca a avisar a los del métro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.
–Algún pobre infeliz estará tratando de sacarle algún sonido –ha ,dicho–. Era uno de los peores saxos que he tenido nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.
–¿Y no puedes conseguir otro?
–Es lo que estamos averiguando –ha dicho Dédée–. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de Johnny...
–El contrato –ha remedado Johnny–. Qué es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para comprar uno, y los muchachos están igual que yo. Esto último no es cierto, y los tres lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto, suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.
–¿Cuándo empiezas, Johnny?
–No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
–No, pasado mañana.
–Todo el mundo sabe las fechas menos yo –rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada–. Hubiera jurado que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.
–Lo mismo da –ha dicho Dédée–. La cuestión es que no tienes saxo.
–¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo. Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber alguna cosa caliente.
–Ya va a hervir el agua, espera un poco.
–No me refería al calor por ebullición ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca, maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa desde que lo conozco.
He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: "Esto lo estoy tocando mañana", y los muchachos se quedaron cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: "Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana", y no lo podían hacer salir de eso, y a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse (a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a durar todavía mucho tiempo.
–Creo que llamaré al doctor Bernard –ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos–. Tienes fiebre, y no comes nada.
–El doctor Bernard es un triste idiota –ha dicho Johnny, lamiendo su vaso–. Me va a dar aspirinas, y después dirá que le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los cuatro pisos con el culo en cada escalón.
–De todos modos no te hará mal tomarte las aspirinas –he dicho, mirando de reojo a Dédée–. Si quieres yo telefonearé al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato... Si empiezas pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos... La cuestión es que vas a tener que andar con más cuidado, Johnny.
–Hoy no –ha dicho Johnny mirando el frasco de ron–. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el tiempo... Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre empiezan a humedecer poco a poco.
–He leído algunas cosas sobre todo eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil... Yo creo que la música ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. –Se golpea la cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
–No hay nada aquí dentro, Bruno, lo que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta, para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de acuerdo.
–Te va a subir la fiebre –ha rezongado Dédée desde el fondo de la pieza.
–Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil.. ¿No ha quedado ni un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron, justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en cuando se estremece y hace crujir el sillón.
–Me di cuenta cuando era muy chico, casi en seguida de aprender a tocar el saxo.
En mi casa había siempre un lío de todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los golpes. Yo tenia trece años... pero ya has oído todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.
–Por eso en casa el tiempo no acababa nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah, eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida. La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo.
Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros, por decirlo así.
Como hace rato que conozco las alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée, suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro músico. "Esto lo, estoy
tocando mañana" se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre
está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo con las
primeras notas de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo... Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las
manos hacen un dibujo en el aire.
–Bruno, si un día lo pudieras escribir... No por mí, entiendes, a mí qué me importa.
Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae... Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir asi.
No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mi no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas con esa–música–del–diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
–Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso.
Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro.
–Cuándo viajas en el métro.
–Eh, sí, ahí está la cosa –ha dicho socarronamente Johnny–. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija.
A lo mejor no perdí el saxo en el métro, a lo mejor... Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.
–Mejor es no confundir las cosas –dice después de un rato–. Lo perdí y se acabó.
Pero el métro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que parecen duras tienen una elasticidad... Piensa, concentrándose.
–...una elasticidad retardada –agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.
–¿Tú crees que podré conseguir otro saxo para tocar pasado mañana, Bruno?
–Sí, pero tendrás que tener cuidado.
–Claro, tendré que tener cuidado.
–Un contrato de un mes –explica la pobre Dédée–. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Podríamos arreglarnos tan bien.
–Un contrato de un mes –remeda Johnny con grandes gestos–. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be–bata–bop bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar, de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises, aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de Johnny en la rodilla.
–Es una buena chica, sabes. Pero me tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me excita, a ratos, sabe hacer el amor como... –junta los dedos a la italiana–. Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que volver a Nueva York, Bruno.
–¿Para qué? Allá te estaba yendo peor que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu
vida misma. Aquí me parece que tienes más amigos.
–Si, estás tú y la marquesa, y los chicos del club... ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
–No.
–Bueno, es algo que... Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé... Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy bonita, y entonces... Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a Johnny.
–Tienes más fiebre. Ya telefoneé al doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
–Bueno, de acuerdo, pero antes le voy a contar lo del métro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Té das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el métro en la estación de Saint–Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el métro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacia mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que ví no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello... No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos...
–Johnny –ha dicho Dédée desde su rincón.
–Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?
–No sé, pongamos unos dos minutos.
–Pongamos unos dos minutos –remeda Johnny–. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba.
Save it, pretty mamma y yo escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos... Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
–Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora –le he dicho, riéndome.
–Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el métro se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en Saint–Germain–des–Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
–Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa –ha dicho rencorosamente Johnny–. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean.
Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno?
¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita –agrega como un chico que se excusa–. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero –agrega astutamente– sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando...
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.
–Bruno si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia... Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana...
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza.
Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (por que hay otros que dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar –ésa u otra parecida–, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba al espalda a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de arriba a abajo en el sillón mugriento.
–Empieza a hacer calor –ha dicho Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.
–Tápate –ha mandado Dédée, avergonzada y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabia cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
–Está así desde que volvimos de la gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan contenta.
–Me pregunto de dónde habrá sacado la droga –he dicho, mirándola en los ojos.
–No sé. Ha estado bebiendo vino y coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá...
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en Bélgica, Dédée?
–Sí, Bruno, me parece que mejor que nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny, pero por suerte nunca delante del público. Yo creí... pero ya ve, ahora es peor que nunca.
¿Peor que en Nueva York? Usted no lo conoció en esos años.
Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras. No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me decido.
–Me imagino que se han quedado sin dinero.
–Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana –ha dicho Dédée.
–¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?
–Oh, sí –ha dicho Dédée un poco sorprendida–. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe. La cuestión es el saxo.
–Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente que... Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
–Bruno...
Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.
–Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer. Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando... Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios.
En la calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia adelante.
Cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores. Dos o tres días después he pensado que tenía el deber de averiguar si la marquesa le está facilitando marihuana a Johnny Carter, y he ido al estudio de Montparnasse. La marquesa es verdaderamente una marquesa, tiene dinero a montones que le viene del marqués, aunque hace rato que se hayan divorciado a causa de la marihuana y otras razones parecidas. Su amistad con Johnny viene de Nueva York, probablemente del año que Johnny se hizo famoso de la noche a la mañana simplemente porque alguien le dio la oportunidad de reunir a cuatro o cinco muchachos a quienes les gustaba su estilo, y Johnny pudo tocar a sus anchas por primera vez y los dejó a todos asombrados. Este no es el momento de hacer crítica de jazz, y los interesados pueden leer mi libro sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra, pero bien puedo decir que el cuarenta y ocho –digamos hasta el cincuenta– fue como una explosión de la música, pero una explosión fría, silenciosa, una explosión en la que cada cosa quedó en su sitio y no hubo gritos ni escombros, pero la costra de la costumbre se rajó en millones de pedazos y hasta sus defensores (en las orquestas y en el público) hicieron una cuestión de amor propio de algo que ya no sentían como antes. Porque después del paso de Johnny por el saxo alto no se puede seguir oyendo a los músicos anteriores y creer que son el non plus ultra; hay que conformarse con aplicar esa especie de resignación disfrazada que se llama sentido histórico, y decir que cualquiera de esos músicos ha sido estupendo y lo sigue siendo en– su–momento. Johnny ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó.
La marquesa, que tiene unas orejas de lebrel para todo lo que sea música, ha admirado siempre una enormidad a Johnny y a sus amigos del grupo. Me imagino que debió darles no pocos dólares en los días del Club 33, cuando la mayoría de los críticos protestaban por las grabaciones de Johnny y juzgaban su jazz con arreglo a criterios más que podridos. Probablemente también en esa época la marquesa empezó a acostarse de cuando en cuando con Johnny, y a fumar con él. Muchas veces los he visto juntos antes de las sesiones de grabación o en los entreactos de los conciertos, y Johnny parecía enormemente feliz al lado de la marquesa, aunque en alguna otra platea o en su casa estaban Lan y los chicos esperándolo. Pero Johnny no ha tenido jamás idea de lo que es esperar nada, y tampoco se imagina que alguien pueda estar esperándolo. Hasta su manera de plantar a Lan lo pinta de cuerpo entero. He visto la postal que le mandó desde Roma, después de cuatro meses de ausencia (se había trepado a un avión con otros dos músicos sin que Lan supiera nada). La postal representaba a Rómulo y Remo, que siempre le han hecho mucha gracia a Johnny (una de sus grabaciones se llama así), y decía: "Ando solo en una multitud de amores", que es un fragmento de un poema de Dylan Thomas a quien Johnny lee todo el tiempo. Los agentes de Johnny en Estados Unidos se arreglaron para deducir una parte de sus regalías y entregarlas a Lan, que por su parte comprendió pronto que no
había hecho tan mal negocio librándose de Johnny. Alguien me dijo que la marquesa dio también dinero a Lan, sin que Lan supiera de dónde procedía. No me extraña porque la marquesa es descabelladamente buena y entiende el mundo un poco como las tortillas que fabrica en su estudio cuando los amigos empiezan a llegar a montones, y que consiste en tener una especie de tortilla permanente a la cual echa diversas cosas y va sacando pedazos y ofreciéndolos cuando hace falta.
He encontrado a la marquesa con Marcel Gavoty y con Art Boucaya, y
precisamente estaban hablando de las grabaciones que había hecho Johnny la tarde anterior.
Me han caído encima como si vieran llegar a un arcángel, la marquesa me ha besuqueado
hasta cansarse, y los muchachos me han palmeado como pueden hacerlo un contrabajista y
un saxo barítono. He tenido que refugiarme detrás de un sillón, defendiéndome como
podía, y todo porque se han enterado de que soy el proveedor del magnífico saxo con el
cual Johnny acaba de grabar cuatro o cinco de sus mejores improvisaciones. La marquesa
ha dicho en seguida que Johnny era una rata inmunda, y que como estaba peleado con ella
(no ha dicho por qué) la rata inmunda sabía muy bien que sólo pidiéndole perdón en debida
forma hubiera podido conseguir el cheque para ir a comprarse un saxo. Naturalmente
Johnny no ha querido pedir perdón desde que ha vuelto a París –la pelea parece que ha sido
en Londres, dos meses atrás– y en esa forma nadie podía saber que había perdido su
condenado saxo en el métro, etcétera. Cuando la marquesa se echa a hablar uno se pregunta
si el estilo de Dizzy no se le ha pegado al idioma, pues es una serie interminable de
variaciones en los registros más inesperados, hasta que al final la marquesa se da un gran
golpe en los muslos, abre de par en par la boca y se pone a reír como si la estuvieran
matando a cosquillas. Y entonces Art Boucaya ha aprovechado para darme detalles de la
sesión de ayer, que me he perdido por culpa de mi mujer non neumonía.
Dédée no es tonta, pero a ninguna mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida, aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras. No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me decido.
–Me imagino que se han quedado sin dinero.
–Tenemos ese contrato para empezar pasado mañana –ha dicho Dédée.
–¿Usted cree que va a poder grabar y presentarse en público?
–Oh, sí –ha dicho Dédée un poco sorprendida–. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta la gripe. La cuestión es el saxo.
–Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene, Dédée. Solamente que... Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
–Bruno...
Con un gesto, y empezando a bajar la escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée. Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.
–Por nada del mundo tiene que fumar antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer. Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he visto en Chicago, y le suplica llorando... Pero es un riesgo como tantos otros con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios.
En la calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia adelante.
Cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores. Dos o tres días después he pensado que tenía el deber de averiguar si la marquesa le está facilitando marihuana a Johnny Carter, y he ido al estudio de Montparnasse. La marquesa es verdaderamente una marquesa, tiene dinero a montones que le viene del marqués, aunque hace rato que se hayan divorciado a causa de la marihuana y otras razones parecidas. Su amistad con Johnny viene de Nueva York, probablemente del año que Johnny se hizo famoso de la noche a la mañana simplemente porque alguien le dio la oportunidad de reunir a cuatro o cinco muchachos a quienes les gustaba su estilo, y Johnny pudo tocar a sus anchas por primera vez y los dejó a todos asombrados. Este no es el momento de hacer crítica de jazz, y los interesados pueden leer mi libro sobre Johnny y el nuevo estilo de la posguerra, pero bien puedo decir que el cuarenta y ocho –digamos hasta el cincuenta– fue como una explosión de la música, pero una explosión fría, silenciosa, una explosión en la que cada cosa quedó en su sitio y no hubo gritos ni escombros, pero la costra de la costumbre se rajó en millones de pedazos y hasta sus defensores (en las orquestas y en el público) hicieron una cuestión de amor propio de algo que ya no sentían como antes. Porque después del paso de Johnny por el saxo alto no se puede seguir oyendo a los músicos anteriores y creer que son el non plus ultra; hay que conformarse con aplicar esa especie de resignación disfrazada que se llama sentido histórico, y decir que cualquiera de esos músicos ha sido estupendo y lo sigue siendo en– su–momento. Johnny ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó.
La marquesa, que tiene unas orejas de lebrel para todo lo que sea música, ha admirado siempre una enormidad a Johnny y a sus amigos del grupo. Me imagino que debió darles no pocos dólares en los días del Club 33, cuando la mayoría de los críticos protestaban por las grabaciones de Johnny y juzgaban su jazz con arreglo a criterios más que podridos. Probablemente también en esa época la marquesa empezó a acostarse de cuando en cuando con Johnny, y a fumar con él. Muchas veces los he visto juntos antes de las sesiones de grabación o en los entreactos de los conciertos, y Johnny parecía enormemente feliz al lado de la marquesa, aunque en alguna otra platea o en su casa estaban Lan y los chicos esperándolo. Pero Johnny no ha tenido jamás idea de lo que es esperar nada, y tampoco se imagina que alguien pueda estar esperándolo. Hasta su manera de plantar a Lan lo pinta de cuerpo entero. He visto la postal que le mandó desde Roma, después de cuatro meses de ausencia (se había trepado a un avión con otros dos músicos sin que Lan supiera nada). La postal representaba a Rómulo y Remo, que siempre le han hecho mucha gracia a Johnny (una de sus grabaciones se llama así), y decía: "Ando solo en una multitud de amores", que es un fragmento de un poema de Dylan Thomas a quien Johnny lee todo el tiempo. Los agentes de Johnny en Estados Unidos se arreglaron para deducir una parte de sus regalías y entregarlas a Lan, que por su parte comprendió pronto que no
había hecho tan mal negocio librándose de Johnny. Alguien me dijo que la marquesa dio también dinero a Lan, sin que Lan supiera de dónde procedía. No me extraña porque la marquesa es descabelladamente buena y entiende el mundo un poco como las tortillas que fabrica en su estudio cuando los amigos empiezan a llegar a montones, y que consiste en tener una especie de tortilla permanente a la cual echa diversas cosas y va sacando pedazos y ofreciéndolos cuando hace falta.
He encontrado a la marquesa con Marcel Gavoty y con Art Boucaya, y
precisamente estaban hablando de las grabaciones que había hecho Johnny la tarde anterior.
Me han caído encima como si vieran llegar a un arcángel, la marquesa me ha besuqueado
hasta cansarse, y los muchachos me han palmeado como pueden hacerlo un contrabajista y
un saxo barítono. He tenido que refugiarme detrás de un sillón, defendiéndome como
podía, y todo porque se han enterado de que soy el proveedor del magnífico saxo con el
cual Johnny acaba de grabar cuatro o cinco de sus mejores improvisaciones. La marquesa
ha dicho en seguida que Johnny era una rata inmunda, y que como estaba peleado con ella
(no ha dicho por qué) la rata inmunda sabía muy bien que sólo pidiéndole perdón en debida
forma hubiera podido conseguir el cheque para ir a comprarse un saxo. Naturalmente
Johnny no ha querido pedir perdón desde que ha vuelto a París –la pelea parece que ha sido
en Londres, dos meses atrás– y en esa forma nadie podía saber que había perdido su
condenado saxo en el métro, etcétera. Cuando la marquesa se echa a hablar uno se pregunta
si el estilo de Dizzy no se le ha pegado al idioma, pues es una serie interminable de
variaciones en los registros más inesperados, hasta que al final la marquesa se da un gran
golpe en los muslos, abre de par en par la boca y se pone a reír como si la estuvieran
matando a cosquillas. Y entonces Art Boucaya ha aprovechado para darme detalles de la
sesión de ayer, que me he perdido por culpa de mi mujer non neumonía.
–Tica puede dar fe –ha dicho Art mostrando a la marquesa que se retuerce de risa–.
Bruno, no te puedes imaginar lo que fue eso hasta que oigas los discos. Si Dios estaba ayer
en alguna parte puedes creerme que era en esa condenada sala de grabación, donde hacía un
calor de mil demonios dicho sea de paso. ¿Te acuerdas de Willow Tree, Marcel?
–Si me acuerdo –ha dicho Marcel–. El estúpido pregunta si me acuerdo. Estoy
tatuado de la cabeza a los pies con Willow Tree.
Tica nos ha traído highballs y nos hemos puesto cómodos para charlar. En realidad
hemos hablado poco de la sesión de ayer, porque cualquier músico sabe que de esas cosas
no se puede hablar, pero lo poco que han dicho me ha devuelto alguna esperanza y he
pensado que tal vez mi saxo le traiga buena suerte a Johnny. De todas maneras no han
faltado las anécdotas que enfriaran un poco esa esperanza, como por ejemplo que Johnny se
ha sacado los zapatos entre grabación y grabación, y se ha paseado descalzo por el estudio.
Pero en cambio se ha reconciliado con la marquesa y ha prometido venir al estudio a tomar
una copa antes de su presentación de esta noche.
–¿Conoces a la muchacha que tiene ahora Johnny? –ha querido saber Tica. Le he
hecho una descripción lo más sucinta posible, pero Marcel la ha completado a la francesa,
con toda clase de matices y alusiones que han divertido muchísimo a la marquesa. No se ha
hecho la menor referencia a la droga, aunque yo estoy tan aprensivo que me ha parecido
olerla en el aire del estudio de Tica, aparte de que Tica se ríe de una manera que también
noto a veces en Johnny y en Art, y que delata a los adictos. Me pregunto cómo se habrá
procurado Johnny la marihuana si estaba peleado con la marquesa; mi confianza en Dédée
se ha venido bruscamente al suelo, si es que en realidad le tenía confianza. En el fondo son
todos iguales.
Envidio un poco esa igualdad que los acerca, que los vuelve cómplices con tanta
facilidad; desde mi mundo puritano –no necesito confesarlo, cualquiera que me conozca
sabe de mi horror al desorden moral– los veo como a ángeles enfermos, irritantes a fuerza
de irresponsabilidad pero pagando los cuidados con cosas como los discos de Johnny, la
generosidad de la marquesa. Y no digo todo, y quisiera forzarme a decirlo: los envidio,
envidio a Johnny, a ese Johnny del otro lado, sin que nadie sepa qué es exactamente ese
otro lado. Envidio todo menos su dolor, cosa que nadie dejará de comprender, pero aun en
su dolor tiene que haber atisbos de algo que me es negado. Envidio a Johnny y al mismo
tiempo me da rabia que se esté destruyendo por el mal empleo de sus dones, por la estúpida
acumulación de insensatez que requiere su presión de vida. Pienso que si Johnny pudiera
orientar esa vida, incluso sin sacrificarle nada, ni siquiera la droga, y si piloteara mejor ese
avión que desde hace cinco años vuela a ciegas, quizá acabaría en lo peor, en la locura
completa, en la muerte, pero no sin haber tocado a fondo lo que busca en sus tristes
monólogos a posteriori, en sus recuentos de experiencias fascinantes pero que se quedan a
mitad de camino. Y todo eso lo sostengo desde mi cobardía personal, y quizá en el fondo
quisiera que Johnny acabara de una vez, como una estrella que se rompe en mil pedazos y
deja idiotas a los astrónomos durante una semana, y después uno se va a dormir y mañana
es otro día.
Parecería que Johnny ha tenido como una sospecha de todo lo que he estado
pensando, porque me ha hecho un alegre saludo al entrar y ha venido casi en seguida a
sentarse a mi lado, después de besar y hacer girar por el aire a la marquesa, y cambiar con
ella y con Art un complicado ritual onomatopéyico que les ha producido una inmensa
gracia a todos.
–Bruno –ha dicho Johnny, instalándose en el mejor sofá, el cacharro es una
maravilla y que digan éstos lo que le he sacado ayer del fondo. A Tica le caían unas
lágrimas como bombillas eléctricas, y no creo que fuera porque le debe plata a la modista,
¿eh, Tica?
He querido saber algo más de la sesión, pero a Johnny le basta ese desborde de
orgullo. Casi en seguida se ha puesto a hablar con Marcel del programa de esta noche y de
lo bien que les caen a los dos los flamantes trajes grises con que van a presentarse en el
teatro. Johnny está realmente muy bien y se ve que lleva días sin fumar demasiado; debe de
tener exactamente la dosis que le hace falta para tocar con gusto. Y justamente cuando lo
estoy pensado, Johnny me planta la mano en el hombro y se inclina para decirme:
–Dédéé me ha contado que la otra tarde estuve muy mal contigo.
–Bah, ni te acuerdes.
–Pero si me acuerdo muy bien. Y si quieres mi opinión, en realidad estuve
formidable. Deberías sentirte contento de que me haya portado así contigo; no lo hago con
nadie, créeme. Es una muestra de cómo te aprecio. Tenemos que ir juntos a algún sitio para
hablar de un montón de cosas. Aquí... –Saca el labio inferior, desdeñoso, y se ríe, se encoge
de hombros, parece estar bailando en el sofá–. Viejo Bruno. Dice Dédée que me porté muy
mal, de veras.
–Tenías gripe. ¿Estás mejor?
–No era gripe. Vino el médico, y en seguida empezó a decirme que el jazz le gusta
enormemente, y que una noche tengo que ir a su casa para escuchar discos. Dédée me contó
que le habías dado dinero.
–Para que salieran del paso hasta que cobres. ¿Qué tal lo de esta noche?
–Bueno, tengo ganas de tocar y tocaría ahora mismo si tuviera el saxo, pero Dédée
se emperró en llevarlo ella misma al teatro. Es un saxo formidable, ayer me parecía que
estaba haciendo el amor cuando lo tocaba. Vieras la cara de Tica cuando acabé. ¿Estaba
celosa, Tica?
Y se han vuelto a reír a gritos, y Johnny ha considerado conveniente correr por el
estudio dando grandes saltos de contento, y entre él y Art han bailado sin música,
levantando y bajando las cejas para marcar el compás, Es imposible impacientarse con
Johnny o con Art; sería como enojarse con el viento porque nos despeina. En voz baja,
Tica, Marcel y yo hemos cambiado impresiones sobre la presentación de la noche. Marcel
está seguro de que Johnny va a repetir su formidable éxito de 1951, cuando vino por
primera vez a París. Después de lo de ayer está seguro de que todo va a salir bien. Quisiera
sentirme tan tranquilo como él, pero de todas maneras no podré hacer más que sentarme en
las primeras filas y escuchar el concierto. Por lo menos tengo la tranquilidad de que Johnny
no está drogado como la noche de Baltimore. Cuando le he dicho esto a Tica, me ha
apretado la mano como si se estuviera por caer al agua. Art y Jobnny se han ido hasta el
piano, y Art le está mostrando un nuevo tema a Johnny que mueve la cabeza y canturrea.
Los dos están elegantísimos con sus trajes grises, aunque a Johnny lo perjudica la grasa que
ha juntado en estos tiempos.
Con Tica hemos hablado de la noche de Baltimore, cuando Johnny tuvo la primera
gran crisis violenta. Mientras hablábamos he mirado a Tica en los ojos, porque quería estar
seguro de que me comprende, y que no cederá esta vez. Si Johnny llega a beber demasiado
coñac o a fumar una nada de droga, el concierto va a ser un fracaso y todo se vendrá al
suelo. París no es un casino de provincia y todo el mundo tiene puestos los ojos en Johnny.
Y mientras lo pienso no puedo impedirme un mal gusto en la boca, una cólera que no va
contra Johnny ni contra las cosas que le ocurren; más bien contra mí y la gente que lo
rodea, la marquesa y Marcel, por ejemplo. En el fondo somos una banda de egoístas, so
pretexto de cuidar a Johnny lo que hacemos es salvar nuestra idea de él, prepararnos a los
nuevos placeres que va a darnos Johnny, sacarle brillo a la estatua que hemos erigido entre
todos y defenderla cueste lo que cueste. El fracaso de Johnny sería malo para mi libro (de
un momento a otro saldrá la traducción al inglés y al italiano), y probablemente de cosas así
está hecha una parte de mi cuidado por Johnny. Art y Marcel lo necesitan para ganarse el
pan, y la marquesa, vaya a saber qué ve la marquesa en Johnny aparte de su talento. Todo
esto no tiene nada que hacer con el otro Johnny, y de repente me he dado cuenta de que
quizá Johnny quería decirme eso cuando se arrancó la frazada y se mostró desnudo como
un gusano, Johnny sin saxo, Johnny sin dinero y sin ropa, Johnny obsesionado por algo que
su pobre inteligencia no alcanza a entender pero que flota lentamente en su música, acaricia
su piel, lo prepara quizá para un salto imprevisible que nosotros no comprenderemos
nunca.
Y cuando se piensan cosas así acaba uno por sentir de veras mal gusto en la boca, y
toda la sinceridad del mundo no paga el momentáneo descubrimiento de que uno es una
pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter, que ahora ha venido a beberse su
coñac al sofá y me mira con aire divertido. Ya es hora de que nos vayamos todos a la sala
peores misiones, la de ponernos un buen biombo delante del espejo, borrarnos del mapa
durante un par de horas.
Como es natural mañana escribiré para Jazz Hot una crónica del concierto de esta
noche. Pero aquí, con esta taquigrafía garabateada sobre una rodilla en los intervalos, no
siento el menor deseo de hablar como crítico, es decir de sancionar comparativamente. Sé
muy bien que para mí Johnny ha dejado de ser un jazzman y que su genio musical es como
una fachada, algo que todo el mundo puede llegar a comprender y admirar pero que
encubre otra cosa, y esa otra cosa es lo único que debería importarme, quizá porque es lo
único que verdaderamente le importa a Johnny.
Es fácil decirlo, mientras soy todavía la música de Johnny. Cuando se enfría... ¿Por
qué no podré hacer como él, por qué no podré tirarme de cabeza contra pared? Antepongo
minuciosamente las palabras a la realidad que pretenden describirme, me escudo en
consideraciones y sospechas que no son más que una estúpida dialéctica. Me parece
comprender por qué la plegaria reclama instintivamente el caer de rodillas. El cambio de
posición es el símbolo de un cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo
articulado mismo. Cuando llego al punto de atisbar ese cambio, las cosas que hasta un
segundo antes me habían parecido arbitrarias se llenan de sentido profundo, se simplifican
extraordinariamente y al mismo tiempo se ahondan. Ni Marcel ni Art se han dado cuenta
ayer de que Johnny no estaba loco cuando se sacó los zapatos en la sala de grabación.
Johnny necesitaba en ese instante tocar el suelo con su piel, atarse a la tierra de la que su
música era una confirmación y no una fuga. Porque también siento esto en Johnny, y es que
no huye de nada, no se droga para huir como la mayoría de los viciosos, no toca el saxo
para agazaparse detrás de un foso de música, no se pasa semanas encerrado en las clínicas
psiquiátricas para sentirse al abrigo de las presiones que es incapaz de soportar. Hasta su
estilo, lo más auténtico en él, ese estilo que merece nombres absurdos sin necesitar de
ninguno, prueba que el arte de Johnny no es una sustitución ni una completación. Johnny
ha abandonado el lenguaje hot más o menos corriente hasta hace diez años, porque ese
lenguaje violentamente erótico era demasiado pasivo para él. En su caso el deseo se
antepone al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar, negando por
adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional. Por eso, creo, a Johnny no le gustan
gran cosa los blues, donde el masoquismo y las nostalgias... Pero de todo esto ya he
hablado en mi libro, mostrando cómo la renuncia a la satisfacción inmediata indujo a
Johnny a elaborar un lenguaje que él y otros músicos están llevando hoy a sus últimas
posibilidades. Este jazz desecha todo erotismo fácil, todo wagnerianismo por decirlo así,
para situarse en un plano aparentemente desasido donde la música queda en absoluta
libertad, así como la pintura sustraída a lo representativo queda en libertad para no ser más
que pintura. Pero entonces, dueño de una música que no facilita las nostalgias, de una
música que me gustaría poder llamar metafísica, Johnny parece contar
con ella para explorarse, para morder en la realidad que se le escapa todos los días. Veo ahí
la alta paradoja de su estilo, su agresiva eficacia. Incapaz de satisfacerse, vale como un
acicate continuo, una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la
reiteración exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo prontamente humano
sin perder humanidad. Y cuando Johnny se pierde como esta noche en la creación continua
de su música, sé muy bien que no está escapando de nada. Ir a un encuentro no puede ser
nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita; y en cuanto a lo que pueda
quedarse atrás, Johnny lo ignora o lo desprecia soberanamente. La marquesa, por ejemplo,
cree que Johnny teme la miseria, sin darse cuenta de que lo único que Johnny puede temer
es no encontrarse una chuleta al alcance del cuchillo cuando se le da la gana de comerla, o
una cama cuando tiene sueño, o cien dólares en la cartera cuando le parece normal ser
dueño de cien dólares. Johnny no se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros;
por eso su música, esa admirable música que he escuchado esta noche, no tiene nada de
abstracta. Pero sólo él puede hacer el recuento de lo que ha cosechado mientras tocaba, y
probablemente ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva
sospecha. Sus conquistas son como un sueño, las olvida al despertar cuando los aplausos lo
traen de vuelta, a él que anda tan lejos viviendo su cuarto de hora de minuto y medio.
Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y creer que no va a pasar
nada. A los cuatro a cinco días me he encontrado con Art Boucaya en el Dupont del barrio
latino, y le ha faltado tiempo para poner los ojos en blanco y anunciarme las malas noticias.
En el primer momento he sentido una especie de satisfacción que no me queda más
remedio que calificar de maligna, porque bien sabía yo que la calma no podía durar mucho;
pero después he pensado en las consecuencias y mi cariño por Johnny se ha puesto a
retorcerme el estómago; entonces me he bebido dos coñacs mientras Art me describía lo
ocurrido. En resumen parece ser que esa tarde Delaunay había preparado una sesión de
grabación para presentar un nuevo quinteto con Johnny a la cabeza, Art, Marcel Gavoty y
dos chicos muy buenos de París en el piano y la batería. La cosa tenia que empezar a las
tres de la tarde y contaban con todo el día y parte de la noche para entrar en calor y grabar
unas cuantas cosas. Y qué pasa. Pasa que Johnny empieza por llegar a las cinco, cuando
Delaunay estaba que hervía de impaciencia, y después de tirarse en una silla dice que no se
siente bien y que ha venido solamente para no estropearles el día a los muchachos, pero que
no tiene ninguna gana de tocar.
–Entre Marcel y yo tratamos de convencerlo de que descansara un rato, pero no
hacía más que hablar de no sé qué campos con urnas que había encontrado, y dale con las
urnas durante media hora. Al final empezó a sacar montones de hojas que había juntado en
algún parque y guardado en los bolsillos. Resultado, que el piso del estudio parecía el
jardín botánico, los empleados andaban de un lado a otro con cara de perros, y a todo esto
sin grabar nada; fíjate que el ingeniero llevaba tres horas fumando en su cabina, y eso en
Paris ya es mucho para un ingeniero.
"Al final Marcel convenció a Johnny de que lo mejor era probar, se pusieron a tocar
los dos y nosotros los seguíamos de a poco, más bien para sacarnos el cansancio de no
hacer nada. Hacía rato que me daba cuenta de que Johnny tenía una especie de contracción
en el brazo derecho, y cuando empezó a tocar te aseguro que era terrible de ver. La cara
gris, sabes, y de cuando en cuando como un escalofrío; yo no veía el momento de que se
fuera al suelo. Y en una de esas pega un grito, nos mira a todos uno a uno, muy despacio, y
nos pregunta qué estamos esperando para empezar con Amorous. Ya sabes, ese tema de
Alamo. Bueno, Delaunay le hace una seña al técnico, salimos todos lo mejor posible, y
Johnny abre las piernas, se planta como en un bote que cabecea, y se larga a tocar de una
manera que te juro no había oído jamás. Esto durante tres minutos, hasta que de golpe
suelta un soplido capaz de arruinar la misma armonía celestial, y se va a un rincón
dejándonos a todos en plena marcha, que acabáramos lo mejor que nos fuera posible.
"Pero ahora viene lo peor, y es que cuando acabamos, lo primero que dijo Johnny
fue que todo había salido como el diablo, y que esa grabación no contaba para nada.
Naturalmente, ni Delaunay ni nosotros le hicimos caso, porque a pesar de los defectos el
solo de Johnny valía por mil de los que oyes todos los días. Una cosa distinta, que no te
puedo explicar... Ya lo escucharás, te imaginas que ni Delaunay ni los técnicos piensan
destruir la grabación. Pero Johnny insistía como un loco, amenazando romper los vidrios de
la cabina si no le probaban que el disco había sido anulado. Por fin el ingeniero le mostró
cualquier cosa y lo convenció, y entonces Johnny propuso que grabáramos Streptomicyne,
que salió mucho mejor y a la vez mucho peor, quiero decirte que es un disco impecable y
redondo, pero ya no tiene esa cosa increíble que Johnny había soplado en Amorous."
Suspirando, Art ha terminado de beber su cerveza y me ha mirado lúgubremente. Le
he preguntado qué ha hecho Johnny después de eso, y me ha dicho que después de hartarlos
a todos con sus historias sobre las hojas y los campos llenos de urnas, se ha negado a seguir
tocando y ha salido a tropezones del estudio. Marcel le ha quitado el saxo para evitar que
vuelva a perderlo o pisotearlo, y entre él y uno de los chicos franceses lo han llevado al
hotel.
¡Qué otra cosa puedo hacer sino ir en seguida a verlo? Pero de todos modos lo he
dejado para mañana. Y a la mañana siguiente me he encontrado a Johnny en las noticias de
policía del Figaro, porque durante la noche parece que Johnny ha incendiado la pieza del
hotel y ha salido corriendo desnudo por los pasillos. Tanto él como Dédée han resultado
ilesos, pero Johnny está en el hospital bajo vigilancia. Le he mostrado la noticia a mi mujer
para alentarla en su convalecencia, y he ido en seguida al hospital donde mis credenciales
de periodista no me han servido de nada. Lo más que he alcanzado a saber es que Johnny
está delirando y que tiene adentro bastante marihuana como para enloquecer a diez
personas. La pobre Dédée no ha sido capaz de resistir, de convencerlo de que siguiera sin
fumar; todas las mujeres de Johnny acaban siendo sus cómplices, y estoy archiseguro de
que la droga se la ha facilitado la marquesa.
En fin, la cuestión es que he ido inmediatamente a casa de Delaunay para pedirle
que me haga escuchar Amorous lo antes posible. Vaya a saber si Amorous no resulta el
testamento del pobre Johnny; y en ese caso, mi deber profesional...
Pero no, todavía no. A los cinco días me ha telefoneado Dédée diciéndome que
Johnny está mucho mejor y que quiere verme. He preferido no hacerle reproches, primero
porque supongo que voy a perder el tiempo, y segundo porque la voz de la pobre Dédée
parece salir de una tetera rajada. He prometido ir en seguida, y le he dicho que tal vez
cuando Johnny esté mejor se pueda organizar una gira por las ciudades del interior. He
colgado el tubo cuando Dédée empezaba a llorar.
Johnny está sentado en la cama, en una sala donde hay otros dos enfermos que por
suerte duermen. Antes de que pueda decirle nada me ha atrapado la cabeza con sus dos
manazas, y me ha besado muchas veces en la frente y las mejillas. Está terriblemente
demacrado, aunque me ha dicho que le dan mucho de comer y que tiene apetito. Por el
momento lo que más le preocupa es saber si los muchachos hablan mal de él, si su crisis ha
dañado a alguien, y cosas así. Es casi inútil que le responda, pues sabe muy bien que los
conciertos han sido anulados y que eso perjudica a Art, a Marcel y al resto; pero me lo
pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo que bueno, algo que componga
las cosas. Y al mismo tiempo no me engaña, porque en el fondo de todo eso está su
soberana indiferencia; a Johnny se le importa un bledo que todo se haya ido al diablo, y lo
conozco demasiado como para no darme cuenta.
–Qué quieres que te diga, Johnny. Las cosas podrían haber salido mejor, pero tú
tienes el talento de echarlo todo a perder.
–Sí, no lo puedo negar –ha dicho cansadamente Johnny–. Y todo por culpa de las
urnas.
Me he acordado de las palabras de Art, me he quedado mirándolo.
–Campos llenos de urnas, Bruno. Montones de urnas invisibles, enterradas en un
campo inmenso. Yo andaba por ahí y de cuando en cuando tropezaba con algo. Tú dirás
que lo he soñado, eh. Era así, fíjate: de cuando en cuando tropezaba con una urna, hasta
darme cuenta de que todo el campo estaba lleno de urnas, que había miles y miles, y que
dentro de cada urna estaban las cenizas de un muerto. Entonces me acuerdo que me agaché
y me puse a cavar con las uñas hasta que una de las urnas quedó a la vista. Sí, me acuerdo.
Me acuerdo que pensé: "Esta va a estar vacía porque es la que me toca a mí." Pero no,
estaba llena de un polvo gris como sé muy bien que estaban las otras aunque no las había
visto. Entonces... entonces fue cuando empezamos a grabar Amorous, me parece.
Discretamente he echado una ojeada al cuadro de temperatura. Bastante normal,
quién lo diría. Un médico joven se ha asomado a la puerta, saludándome con una
inclinación de cabeza, y ha hecho un gesto de aliento a Johnny, un gesto casi deportivo,
muy de buen muchacho. Pero Johnny no le ha contestado, y cuando el médico se ha ido sin
pasar de la puerta, he visto que Johnny tenia los puños cerrados.
–Eso es lo que no entenderán nunca –me ha dicho–. Son como un mono con un
plumero, como las chicas del conservatorio de Kansas City que creían tocar Chopin, nada
menos. Bruno, en Camarillo me habían puesto en una pieza con otros tres, y por la mañana
entraba un interno lavadito y rosadito que daba gusto. Parecía hijo del Kleenex y del
Tampax, créeme. Una especie de inmenso idiota que se me sentaba al lado y me daba
ánimos, a mí que quería morirme, que ya no pensaba en Lan ni en nadie. Y lo peor era que
el tipo se ofendía porque no le prestaba atención. Parecía esperar que me sentara en la
cama, maravillado de su cara blanca y su pelo bien peinado y sus uñas cuidadas, y que me
mejorara como esos que llegan a Lourdes y tiran la muleta y salen a los saltos.
–Bruno, ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban convencidos. ¿De qué,
quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos. De lo que eran, supongo, de lo que
valían, de su diploma. No, no es eso. Algunos eran modestos y no se creían infalibles. Pero
hasta el más modesto se sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran
seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el
demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una
jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco,
callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la
mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como
un colador colándose a sí mismo... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes,
Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto
por otros, se imaginaban que estaban viendo. Y naturalmente no podían ver los agujeros, y
estaban muy seguros de sí mismos, convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito
psicoanálisis, sus no fume y sus no beba... Ah, el día en que pude mandarme mudar,
subirme al tren, mirar por la ventanilla cómo todo se iba para atrás, se hacía pedazos, no sé
si has visto cómo el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse...
Fumamos Gauloises. A Johnny le han dado permiso para beber un poco de coñac y
fumar ocho o diez cigarrillos. Pero se ve que es su cuerpo el que fuma, que él está en otra
cosa casi como si se negara a salir del pozo. Me pregunto qué ha visto, qué ha sentido estos
últimos días. No quiero excitarlo, pero si se pusiera a hablar por su cuenta... Fumamos,
callados, y a veces Johnny estira el brazo y me pasa los dedos por la cara, como para
identificarme. Después juega con su reloj pulsera, lo mira con cariño.
–Lo que pasa es que se creen sabios –dice de golpe–. Se creen sabios porque han
juntado un montón de libros y se los han comido. Me da risa, porque en realidad son
buenos muchachos y viven convencidos de que lo que estudian y lo que hacen son cosas
muy difíciles y profundas. En el circo es igual, Bruno, y entre nosotros es igual. La gente se
figura que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas,
o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que
el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas
verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a
cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las
dificultades, las grandes dificultades. Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te
aseguro que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama. Imagínate que te estás
viendo a ti mismo; eso tan sólo basta para quedarse frío durante media hora. Realmente ese
tipo no soy yo, en el primer momento he sentido claramente que no era yo. Lo agarré de
sorpresa, de refilón, y supe que no era yo. Eso lo sentía, y cuando algo se siente... Pero es
como en Palm Beach, sobre una ola te cae la segunda, y después otra... Apenas has sentido
ya viene lo otro, vienen las palabras... No, no son las palabras, son lo que está en las
palabras, esa especie de cola de pegar, esa baba. Y la baba viene y te tapa, y te convence de
que el del espejo eres tú. Claro, pero cómo no darse cuenta. Pero si soy yo, con mi pelo,
esta cicatriz. Y la gente no se da cuenta de que lo único que aceptan es la baba, y por eso
les parece tan fácil mirarse al espejo. O cortar un pedazo de pan con un cuchillo. ¿Tú has
cortado un pedazo de pan con un cuchillo?
–Me suele ocurrir –he dicho, divertido.
–Y te has quedado tan tranquilo. Yo no puedo, Bruno. Una noche tiré todo tan lejos
que el cuchillo casi le saca un ojo al japonés de la mesa de al lado. Era en Los Ángeles, se
armó un lío tan descomunal... Cuando les expliqué, me llevaron preso. Y eso que me
parecía tan sencillo explicarles todo. Esa vez conocí al doctor Christie. Un tipo estupendo,
y eso que yo a los médicos...
Ha pasado una mano por el aire, tocándolo por todos lados, dejándolo como
marcado por su paso. Sonríe, Tengo la sensación de que está solo, completamente solo. Me
siento como hueco a su lado. Si a Johnny se le ocurriera pasar su mano a través de mí me
cortaría como manteca, como humo. A lo mejor es por eso que a veces me roza la cara con
los dedos, cautelosamente.
–Tienes el pan ahí, sobre el mantel –dice Johnny mirando el aire–. Es una cosa
sólida, no se puede negar, con un color bellísimo, un perfume. Algo que no soy yo, algo
distinto, fuera de mí. Pero si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que
cambia, ¿no te parece? El pan está fuera de mí, pero lo toco con los dedos, lo siento, siento
que eso es el mundo, pero si yo puedo tocarlo y sentirlo, entonces no se puede decir
realmente que sea otra cosa, o ¿tú crees que se puede decir?
–Querido, hace miles de años que un montón de barbudos se vienen rompiendo la
cabeza para resolver el problema.
–En el pan es de día –murmura Johnny, tapándose la cara–, Y yo me atrevo a
tocarlo, a cortarlo en dos, a metérmelo en la boca. No pasa nada, ya sé: eso es lo terrible.
¿Te das cuenta de que es terrible que no pase nada? Cortas el pan, le clavas el cuchillo, y
todo sigue como antes. Yo no comprendo, Bruno.
Me ha empezado a inquietar la cara de Johnny, su excitación. Cada vez resulta más
difícil hacerlo hablar de jazz, de sus recuerdos, de sus planes, traerlo a la realidad. (A la
realidad; apenas lo escribo me da asco. Johnny tiene razón, la realidad no puede ser esto, no
es posible que ser crítico de jazz sea la realidad, porque entonces hay alguien que nos está
tomando el pelo. Pero al mismo tiempo a Johnny no se le puede seguir así la corriente
porque vamos a acabar todos locos.)
Ahora se ha quedado dormido, o por lo menos ha cerrado los ojos y se hace el
dormido. Otra vez me doy cuenta de lo difícil que resulta saber qué es lo que está haciendo,
qué es Johnny. Si duerme, si se hace el dormido, si cree dormir. Uno está mucho más fuera
de Johnny que de cualquier otro amigo. Nadie puede ser más vulgar, más común, más atado
a las circunstancias de una pobre vida; accesible por todos lados, aparentemente. No es
ninguna excepción, aparentemente. Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte
ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento.
con ella para explorarse, para morder en la realidad que se le escapa todos los días. Veo ahí
la alta paradoja de su estilo, su agresiva eficacia. Incapaz de satisfacerse, vale como un
acicate continuo, una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la
reiteración exploradora, en el ejemplo de facultades que dejan atrás lo prontamente humano
sin perder humanidad. Y cuando Johnny se pierde como esta noche en la creación continua
de su música, sé muy bien que no está escapando de nada. Ir a un encuentro no puede ser
nunca escapar, aunque releguemos cada vez el lugar de la cita; y en cuanto a lo que pueda
quedarse atrás, Johnny lo ignora o lo desprecia soberanamente. La marquesa, por ejemplo,
cree que Johnny teme la miseria, sin darse cuenta de que lo único que Johnny puede temer
es no encontrarse una chuleta al alcance del cuchillo cuando se le da la gana de comerla, o
una cama cuando tiene sueño, o cien dólares en la cartera cuando le parece normal ser
dueño de cien dólares. Johnny no se mueve en un mundo de abstracciones como nosotros;
por eso su música, esa admirable música que he escuchado esta noche, no tiene nada de
abstracta. Pero sólo él puede hacer el recuento de lo que ha cosechado mientras tocaba, y
probablemente ya estará en otra cosa, perdiéndose en una nueva conjetura o en una nueva
sospecha. Sus conquistas son como un sueño, las olvida al despertar cuando los aplausos lo
traen de vuelta, a él que anda tan lejos viviendo su cuarto de hora de minuto y medio.
Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y creer que no va a pasar
nada. A los cuatro a cinco días me he encontrado con Art Boucaya en el Dupont del barrio
latino, y le ha faltado tiempo para poner los ojos en blanco y anunciarme las malas noticias.
En el primer momento he sentido una especie de satisfacción que no me queda más
remedio que calificar de maligna, porque bien sabía yo que la calma no podía durar mucho;
pero después he pensado en las consecuencias y mi cariño por Johnny se ha puesto a
retorcerme el estómago; entonces me he bebido dos coñacs mientras Art me describía lo
ocurrido. En resumen parece ser que esa tarde Delaunay había preparado una sesión de
grabación para presentar un nuevo quinteto con Johnny a la cabeza, Art, Marcel Gavoty y
dos chicos muy buenos de París en el piano y la batería. La cosa tenia que empezar a las
tres de la tarde y contaban con todo el día y parte de la noche para entrar en calor y grabar
unas cuantas cosas. Y qué pasa. Pasa que Johnny empieza por llegar a las cinco, cuando
Delaunay estaba que hervía de impaciencia, y después de tirarse en una silla dice que no se
siente bien y que ha venido solamente para no estropearles el día a los muchachos, pero que
no tiene ninguna gana de tocar.
–Entre Marcel y yo tratamos de convencerlo de que descansara un rato, pero no
hacía más que hablar de no sé qué campos con urnas que había encontrado, y dale con las
urnas durante media hora. Al final empezó a sacar montones de hojas que había juntado en
algún parque y guardado en los bolsillos. Resultado, que el piso del estudio parecía el
jardín botánico, los empleados andaban de un lado a otro con cara de perros, y a todo esto
sin grabar nada; fíjate que el ingeniero llevaba tres horas fumando en su cabina, y eso en
Paris ya es mucho para un ingeniero.
"Al final Marcel convenció a Johnny de que lo mejor era probar, se pusieron a tocar
los dos y nosotros los seguíamos de a poco, más bien para sacarnos el cansancio de no
hacer nada. Hacía rato que me daba cuenta de que Johnny tenía una especie de contracción
en el brazo derecho, y cuando empezó a tocar te aseguro que era terrible de ver. La cara
gris, sabes, y de cuando en cuando como un escalofrío; yo no veía el momento de que se
fuera al suelo. Y en una de esas pega un grito, nos mira a todos uno a uno, muy despacio, y
nos pregunta qué estamos esperando para empezar con Amorous. Ya sabes, ese tema de
Alamo. Bueno, Delaunay le hace una seña al técnico, salimos todos lo mejor posible, y
Johnny abre las piernas, se planta como en un bote que cabecea, y se larga a tocar de una
manera que te juro no había oído jamás. Esto durante tres minutos, hasta que de golpe
suelta un soplido capaz de arruinar la misma armonía celestial, y se va a un rincón
dejándonos a todos en plena marcha, que acabáramos lo mejor que nos fuera posible.
"Pero ahora viene lo peor, y es que cuando acabamos, lo primero que dijo Johnny
fue que todo había salido como el diablo, y que esa grabación no contaba para nada.
Naturalmente, ni Delaunay ni nosotros le hicimos caso, porque a pesar de los defectos el
solo de Johnny valía por mil de los que oyes todos los días. Una cosa distinta, que no te
puedo explicar... Ya lo escucharás, te imaginas que ni Delaunay ni los técnicos piensan
destruir la grabación. Pero Johnny insistía como un loco, amenazando romper los vidrios de
la cabina si no le probaban que el disco había sido anulado. Por fin el ingeniero le mostró
cualquier cosa y lo convenció, y entonces Johnny propuso que grabáramos Streptomicyne,
que salió mucho mejor y a la vez mucho peor, quiero decirte que es un disco impecable y
redondo, pero ya no tiene esa cosa increíble que Johnny había soplado en Amorous."
Suspirando, Art ha terminado de beber su cerveza y me ha mirado lúgubremente. Le
he preguntado qué ha hecho Johnny después de eso, y me ha dicho que después de hartarlos
a todos con sus historias sobre las hojas y los campos llenos de urnas, se ha negado a seguir
tocando y ha salido a tropezones del estudio. Marcel le ha quitado el saxo para evitar que
vuelva a perderlo o pisotearlo, y entre él y uno de los chicos franceses lo han llevado al
hotel.
¡Qué otra cosa puedo hacer sino ir en seguida a verlo? Pero de todos modos lo he
dejado para mañana. Y a la mañana siguiente me he encontrado a Johnny en las noticias de
policía del Figaro, porque durante la noche parece que Johnny ha incendiado la pieza del
hotel y ha salido corriendo desnudo por los pasillos. Tanto él como Dédée han resultado
ilesos, pero Johnny está en el hospital bajo vigilancia. Le he mostrado la noticia a mi mujer
para alentarla en su convalecencia, y he ido en seguida al hospital donde mis credenciales
de periodista no me han servido de nada. Lo más que he alcanzado a saber es que Johnny
está delirando y que tiene adentro bastante marihuana como para enloquecer a diez
personas. La pobre Dédée no ha sido capaz de resistir, de convencerlo de que siguiera sin
fumar; todas las mujeres de Johnny acaban siendo sus cómplices, y estoy archiseguro de
que la droga se la ha facilitado la marquesa.
En fin, la cuestión es que he ido inmediatamente a casa de Delaunay para pedirle
que me haga escuchar Amorous lo antes posible. Vaya a saber si Amorous no resulta el
testamento del pobre Johnny; y en ese caso, mi deber profesional...
Pero no, todavía no. A los cinco días me ha telefoneado Dédée diciéndome que
Johnny está mucho mejor y que quiere verme. He preferido no hacerle reproches, primero
porque supongo que voy a perder el tiempo, y segundo porque la voz de la pobre Dédée
parece salir de una tetera rajada. He prometido ir en seguida, y le he dicho que tal vez
cuando Johnny esté mejor se pueda organizar una gira por las ciudades del interior. He
colgado el tubo cuando Dédée empezaba a llorar.
Johnny está sentado en la cama, en una sala donde hay otros dos enfermos que por
suerte duermen. Antes de que pueda decirle nada me ha atrapado la cabeza con sus dos
manazas, y me ha besado muchas veces en la frente y las mejillas. Está terriblemente
demacrado, aunque me ha dicho que le dan mucho de comer y que tiene apetito. Por el
momento lo que más le preocupa es saber si los muchachos hablan mal de él, si su crisis ha
dañado a alguien, y cosas así. Es casi inútil que le responda, pues sabe muy bien que los
conciertos han sido anulados y que eso perjudica a Art, a Marcel y al resto; pero me lo
pregunta como si creyera que entre tanto ha ocurrido algo que bueno, algo que componga
las cosas. Y al mismo tiempo no me engaña, porque en el fondo de todo eso está su
soberana indiferencia; a Johnny se le importa un bledo que todo se haya ido al diablo, y lo
conozco demasiado como para no darme cuenta.
–Qué quieres que te diga, Johnny. Las cosas podrían haber salido mejor, pero tú
tienes el talento de echarlo todo a perder.
–Sí, no lo puedo negar –ha dicho cansadamente Johnny–. Y todo por culpa de las
urnas.
Me he acordado de las palabras de Art, me he quedado mirándolo.
–Campos llenos de urnas, Bruno. Montones de urnas invisibles, enterradas en un
campo inmenso. Yo andaba por ahí y de cuando en cuando tropezaba con algo. Tú dirás
que lo he soñado, eh. Era así, fíjate: de cuando en cuando tropezaba con una urna, hasta
darme cuenta de que todo el campo estaba lleno de urnas, que había miles y miles, y que
dentro de cada urna estaban las cenizas de un muerto. Entonces me acuerdo que me agaché
y me puse a cavar con las uñas hasta que una de las urnas quedó a la vista. Sí, me acuerdo.
Me acuerdo que pensé: "Esta va a estar vacía porque es la que me toca a mí." Pero no,
estaba llena de un polvo gris como sé muy bien que estaban las otras aunque no las había
visto. Entonces... entonces fue cuando empezamos a grabar Amorous, me parece.
Discretamente he echado una ojeada al cuadro de temperatura. Bastante normal,
quién lo diría. Un médico joven se ha asomado a la puerta, saludándome con una
inclinación de cabeza, y ha hecho un gesto de aliento a Johnny, un gesto casi deportivo,
muy de buen muchacho. Pero Johnny no le ha contestado, y cuando el médico se ha ido sin
pasar de la puerta, he visto que Johnny tenia los puños cerrados.
–Eso es lo que no entenderán nunca –me ha dicho–. Son como un mono con un
plumero, como las chicas del conservatorio de Kansas City que creían tocar Chopin, nada
menos. Bruno, en Camarillo me habían puesto en una pieza con otros tres, y por la mañana
entraba un interno lavadito y rosadito que daba gusto. Parecía hijo del Kleenex y del
Tampax, créeme. Una especie de inmenso idiota que se me sentaba al lado y me daba
ánimos, a mí que quería morirme, que ya no pensaba en Lan ni en nadie. Y lo peor era que
el tipo se ofendía porque no le prestaba atención. Parecía esperar que me sentara en la
cama, maravillado de su cara blanca y su pelo bien peinado y sus uñas cuidadas, y que me
mejorara como esos que llegan a Lourdes y tiran la muleta y salen a los saltos.
–Bruno, ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban convencidos. ¿De qué,
quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos. De lo que eran, supongo, de lo que
valían, de su diploma. No, no es eso. Algunos eran modestos y no se creían infalibles. Pero
hasta el más modesto se sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran
seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el
demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una
jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco,
callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la
mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como
un colador colándose a sí mismo... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes,
Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto
por otros, se imaginaban que estaban viendo. Y naturalmente no podían ver los agujeros, y
estaban muy seguros de sí mismos, convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito
psicoanálisis, sus no fume y sus no beba... Ah, el día en que pude mandarme mudar,
subirme al tren, mirar por la ventanilla cómo todo se iba para atrás, se hacía pedazos, no sé
si has visto cómo el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse...
Fumamos Gauloises. A Johnny le han dado permiso para beber un poco de coñac y
fumar ocho o diez cigarrillos. Pero se ve que es su cuerpo el que fuma, que él está en otra
cosa casi como si se negara a salir del pozo. Me pregunto qué ha visto, qué ha sentido estos
últimos días. No quiero excitarlo, pero si se pusiera a hablar por su cuenta... Fumamos,
callados, y a veces Johnny estira el brazo y me pasa los dedos por la cara, como para
identificarme. Después juega con su reloj pulsera, lo mira con cariño.
–Lo que pasa es que se creen sabios –dice de golpe–. Se creen sabios porque han
juntado un montón de libros y se los han comido. Me da risa, porque en realidad son
buenos muchachos y viven convencidos de que lo que estudian y lo que hacen son cosas
muy difíciles y profundas. En el circo es igual, Bruno, y entre nosotros es igual. La gente se
figura que algunas cosas son el colmo de la dificultad, y por eso aplauden a los trapecistas,
o a mí. Yo no sé qué se imaginan, que uno se está haciendo pedazos para tocar bien, o que
el trapecista se rompe los tendones cada vez que da un salto. En realidad las cosas
verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a
cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un perro o a un gato. Esas son las
dificultades, las grandes dificultades. Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te
aseguro que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama. Imagínate que te estás
viendo a ti mismo; eso tan sólo basta para quedarse frío durante media hora. Realmente ese
tipo no soy yo, en el primer momento he sentido claramente que no era yo. Lo agarré de
sorpresa, de refilón, y supe que no era yo. Eso lo sentía, y cuando algo se siente... Pero es
como en Palm Beach, sobre una ola te cae la segunda, y después otra... Apenas has sentido
ya viene lo otro, vienen las palabras... No, no son las palabras, son lo que está en las
palabras, esa especie de cola de pegar, esa baba. Y la baba viene y te tapa, y te convence de
que el del espejo eres tú. Claro, pero cómo no darse cuenta. Pero si soy yo, con mi pelo,
esta cicatriz. Y la gente no se da cuenta de que lo único que aceptan es la baba, y por eso
les parece tan fácil mirarse al espejo. O cortar un pedazo de pan con un cuchillo. ¿Tú has
cortado un pedazo de pan con un cuchillo?
–Me suele ocurrir –he dicho, divertido.
–Y te has quedado tan tranquilo. Yo no puedo, Bruno. Una noche tiré todo tan lejos
que el cuchillo casi le saca un ojo al japonés de la mesa de al lado. Era en Los Ángeles, se
armó un lío tan descomunal... Cuando les expliqué, me llevaron preso. Y eso que me
parecía tan sencillo explicarles todo. Esa vez conocí al doctor Christie. Un tipo estupendo,
y eso que yo a los médicos...
Ha pasado una mano por el aire, tocándolo por todos lados, dejándolo como
marcado por su paso. Sonríe, Tengo la sensación de que está solo, completamente solo. Me
siento como hueco a su lado. Si a Johnny se le ocurriera pasar su mano a través de mí me
cortaría como manteca, como humo. A lo mejor es por eso que a veces me roza la cara con
los dedos, cautelosamente.
–Tienes el pan ahí, sobre el mantel –dice Johnny mirando el aire–. Es una cosa
sólida, no se puede negar, con un color bellísimo, un perfume. Algo que no soy yo, algo
distinto, fuera de mí. Pero si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que
cambia, ¿no te parece? El pan está fuera de mí, pero lo toco con los dedos, lo siento, siento
que eso es el mundo, pero si yo puedo tocarlo y sentirlo, entonces no se puede decir
realmente que sea otra cosa, o ¿tú crees que se puede decir?
–Querido, hace miles de años que un montón de barbudos se vienen rompiendo la
cabeza para resolver el problema.
–En el pan es de día –murmura Johnny, tapándose la cara–, Y yo me atrevo a
tocarlo, a cortarlo en dos, a metérmelo en la boca. No pasa nada, ya sé: eso es lo terrible.
¿Te das cuenta de que es terrible que no pase nada? Cortas el pan, le clavas el cuchillo, y
todo sigue como antes. Yo no comprendo, Bruno.
Me ha empezado a inquietar la cara de Johnny, su excitación. Cada vez resulta más
difícil hacerlo hablar de jazz, de sus recuerdos, de sus planes, traerlo a la realidad. (A la
realidad; apenas lo escribo me da asco. Johnny tiene razón, la realidad no puede ser esto, no
es posible que ser crítico de jazz sea la realidad, porque entonces hay alguien que nos está
tomando el pelo. Pero al mismo tiempo a Johnny no se le puede seguir así la corriente
porque vamos a acabar todos locos.)
Ahora se ha quedado dormido, o por lo menos ha cerrado los ojos y se hace el
dormido. Otra vez me doy cuenta de lo difícil que resulta saber qué es lo que está haciendo,
qué es Johnny. Si duerme, si se hace el dormido, si cree dormir. Uno está mucho más fuera
de Johnny que de cualquier otro amigo. Nadie puede ser más vulgar, más común, más atado
a las circunstancias de una pobre vida; accesible por todos lados, aparentemente. No es
ninguna excepción, aparentemente. Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte
ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento.
Aparentemente. Yo que me he pasado la vida admirando a los genios, a los Picasso, a los
Einstein, a toda la santa lista que cualquiera puede fabricar en un minuto (y Gandhi, y
Chaplin, y Stravinsky), estoy dispuesto como cualquiera a admitir que esos fenómenos
andan por las nubes, y que con ellos no hay que extrañarse de nada. Son diferentes, no hay
vuelta que darle. En cambio la diferencia de Johnny es secreta, irritante por lo misteriosa,
porque no tiene ninguna explicación. Johnny no es un genio, no ha descubierto nada, hace
jazz como varios miles de negros y de blancos, y aunque lo hace mejor que todos ellos, hay
que reconocer que eso depende un poco de los gustos del público, de las modas, del tiempo,
en suma. Panassié, por ejemplo, encuentra que Johnny es francamente malo, y aunque
nosotros creemos que el francamente malo es Panassié, de todas maneras hay materia
abierta a la polémica. Todo esto prueba que Johnny no es nada del otro mundo, pero apenas
lo pienso me pregunto si precisamente no hay en Johnny algo del otro mundo (que él es el
primero en desconocer). Probablemente se reiría mucho si se lo dijeran. Yo sé bastante bien
lo que piensa, lo que vive de estas cosas. Digo: lo que vive de esas cosas, porque Johnny...
Pero no voy a eso, lo que quería explicarme a mí mismo es que la distancia que va de
Johnny a nosotros no tiene explicación, no se funda en diferencias explicables. Y me parece
que él es el primero en pagar las consecuencias de eso, que lo afecta tanto como a nosotros.
Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel entre los hombres, hasta que
una elemental honradez obliga a tragarse la frase, a darla bonitamente vuelta, y a reconocer
que quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las
irrealidades que somos todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny me toca la cara
con los dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente, tan poca cosa con mi buena
salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi prestigio, sobre todo. Sobre todo mi prestigio.
Pero es lo de siempre, he salido del hospital y apenas he calzado en la calle, en la
hora, en todo lo que tengo que hacer, la tortilla ha girado blandamente en el aire y se ha
dado vuelta. Pobre Johnny, tan fuera de la realidad. (Es así, es así. Me es más fácil creer
que es así, ahora que estoy en un café y a dos horas de mi visita al hospital, que todo lo que
escribí más arriba forzándome como un condenado a ser por lo menos un poco decente
conmigo mismo.
Conteste las siguientes preguntas con base en el fragmento del cuento "El perseguidor"
1- El narrador de este cuento es:
a- omnisciente.
b- en primera persona.
c- en tercera persona.
2- Según la narración, Charlie Parker vivía en...
a- París
b- Liverpool.
c- Moscú
3- La situación económica de Parker era...
a- boyante
b- de pobreza absoluta.
c- inmensamente rico.
4- La habitación de Parker estaba ubicada en...
a- un condominio exclusivo.
b- un hotelucho
c- una casa campestre.
5- Los personajes que intervienen en esta historia son:
a- Dédée, Roberto, Bernard, Miles y Julio.
b- Miles, Bernard, Charlie, Dédée y Bruno.
c- Johnny,Bernard, Miles, Charlie y Dédée.
6. Dédée lucía un vestido __________ . Que la hacía ver ________________.
a. Rojo. Muy elegante y juvenil.
b. Azul. Como una importante representante artística.
c. Rojo. Fuera de contexto
7. Johnny en su vida profesional era....
a. Un músico excelente.
b. Un violinista mediocre
c. Un aprendiz de músico.
8. Durante su infancia, la madre de Charlie...
a. Apoyaba sus ensayos y lo felicitaba constantemente.
b. Lo arrojó de su casa a la calle.
c. Se quejaba de los ensayos.
9. Según los diálogos, podemos deducir que Dédée es...
a. La amante ocasional de Charlie.
b. La esposa incondicional de Parker.
c. La esposa aburrida de Johnny, a punto de abandonarlo.
10. Para Johnny tocar el saxo era una experiencia...
a. Monótona y aburridora
b. Desagradable e irrepetible.
c. Muy placentera .
11. Si Johnny llegara a fumar, así fuera una pequeña cantidad, el concierto sería...
a. Un rotundo éxito.
b. El fracaso total.
c. El inicio de una promisoria carrera.
12. Bruno cuida a Johnny porque...
a. Un fracaso de éste, echaría a perder el libro que esta escribiendo.
b. Lo considera un amigo sincero y no puede abandonarlo a su suerte.
c. Le produce mucho dinero si está sano.
13. Johnny se ha hecho famoso por interpretar...
a. Reggaeton.
b. Jazz.
c. Country.
14. La vida de Johnny transcurre....
a. Desgraciada, llena de enfermedades, y llevada del vicio.
b. Pletórica de éxitos y llena de satisfacciones personales.
c.Plácidamente, viviendo de las regalìas de su música.
15. Johnny incendió el hotel donde vivía, porque....
a. Era víctima de unas extrañas alucinaciones.
b. Había disgustado con el dueño.
c. Se había quedado dormido con el cigarrillo encendido.
Atrévase a colocar las respuestas como comentario y si deja su correo le envío la corrección.
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